martes, 20 de diciembre de 2011

Explosión demográfica y sostenibilidad

En la actualidad hay cerca de seis mil millones de personas sobre la tierra y cada año se pueden sumar 95 millones más. La ONU calcula que en el año 2.050 habrá entre 7.700 y 11.200 millones de personas en el mundo. A pesar de ello podemos estar de enhorabuena, ya que los dramáticos cálculos de Tomas Malthus hace doscientos años que predecían una catástrofe demográfica -"La capacidad de crecimiento de la población es infinitamente mayor que la capacidad de la tierra para producir alimentos"-, de momento no se ha cumplido. No obstante, son cifras que están ahí y que sobrevuelan nuestras cabezas recordándonos que esas probabilidades están presentes.
Los hechos demuestran que dar de comer a tantas bocas está provocando un fuerte deterioro medioambiental que deja especial huella en los países del Tercer Mundo. Allí la pérdida de los bosques y especies, la contaminación de lagos, ríos y océanos, la acumulación de gases invernadero y destrucción de la capa de ozono preservadora de la vida terrestre, son consecuencias derivadas de la política llevada a cabo por aquellos gobiernos. La pobreza les ha conducido a una sobreexplotación de los recursos naturales en un intento fallido por pagar su deuda externa. Al final, los pobres han vendido o alquilado sus mejores tierras a los ricos por no poder atenderlas, y ellos se han tenido que ir a los bosques, a degradar suelos para poder alimentar a sus familias. Nos hallamos ante una espiral descendente donde la pobreza contribuye directamente a un crecimiento de población: Se necesitan hijos para trabajar en el campo, llevar dinero a casa y asegurar en cierta forma el sustento en la vejez.


 Sostenibilidad
El concepto de sostenibilidad surge por vía negativa, como resultado de los análisis de la situación del mundo, que puede describirse como una “emergencia planetaria” (Bybee, 1991), como una situación insostenible que amenaza gravemente el futuro de la humanidad.
Un futuro amenazado es, precisamente, el título del primer capítulo de Nuestro futuro común, el informe de la Comisión Mundial del Medio Ambiente y del Desarrollo, conocido como Informe Brundtland (CMMAD, 1988), a la que debemos uno de los primeros intentos de introducir el concepto de sostenibilidad o sustentabilidad: "El desarrollo sostenible es el desarrollo que satisface las necesidades de la generación presente sin comprometer la capacidad de las generaciones futuras para satisfacer sus propias necesidades".
Se trata, en opinión de Bybee (1991), de "la idea central unificadora más necesaria en este momento de la historia de la humanidad", aunque se abre paso con dificultad y ha generado incomprensiones y críticas que es preciso analizar.
Una primera crítica de las muchas que ha recibido la definición de la CMMAD es que el concepto de desarrollo sostenible apenas sería la expresión de una idea de sentido común (sostenible vendría de sostener, cuyo primer significado, de su raíz latina “sustinere”, es "sustentar, mantener firme una cosa") de la que aparecen indicios en numerosas civilizaciones que han intuido la necesidad de preservar los recursos para las generaciones futuras.
Es preciso, sin embargo, rechazar contundentemente esta crítica y dejar bien claro que se trata de un concepto absolutamente nuevo, que supone haber comprendido que el mundo no es tan ancho e ilimitado como habíamos creído. Hay un breve texto de Victoria Chitepo, Ministra de Recursos Naturales y Turismo de Zimbabwe, en Nuestro futuro común (el informe de la CMMAD) que expresa esto muy claramente: "Se creía que el cielo es tan inmenso y claro que nada podría cambiar su color, nuestros ríos tan grandes y sus aguas tan caudalosas que ninguna actividad humana podría cambiar su calidad, y que había tal abundancia de árboles y de bosques naturales que nunca terminaríamos con ellos. Después de todo vuelven a crecer. Hoy en día sabemos más. El ritmo alarmante a que se está despojando la superficie de la Tierra indica que muy pronto ya no tendremos árboles que talar para el desarrollo humano". Y ese conocimiento es nuevo: la idea de insostenibilidad del actual desarrollo es reciente y ha constituido una sorpresa para la mayoría. Y es nueva en otro sentido aún más profundo: se ha comprendido que la sostenibilidad exige planteamientos holísticos, globales; exige tomar en consideración la totalidad de problemas interconectados a los que la humanidad ha de hacer frente y que sólo es posible a escala planetaria, porque los problemas son planetarios: no tiene sentido aspirar a una ciudad o un país sostenibles (aunque sí lo tiene trabajar para que un país, una ciudad, una acción individual, contribuyan a la sostenibilidad). Esto es algo que no debe escamotearse con referencias a algún texto sagrado más o menos críptico o a comportamientos de pueblos muy aislados para quienes el mundo consistía en el escaso espacio que habitaban.
Una idea reciente que avanza con mucha dificultad, porque los signos de degradación han sido hasta recientemente poco visibles y porque en ciertas partes del mundo los seres humanos hemos visto mejorados notablemente nuestro nivel y calidad de vida en muy pocas décadas.
La supeditación de la naturaleza a las necesidades y deseos de los seres humanos ha sido vista siempre como signo distintivo de sociedades avanzadas, explica Mayor Zaragoza (2000) en Un mundo nuevo. Ni siquiera se planteaba como supeditación: la naturaleza era prácticamente ilimitada y se podía centrar la atención en nuestras necesidades sin preocuparse por las consecuencias ambientales y para nuestro propio futuro. El problema ni siquiera se planteaba. Después han venido las señales de alarma de los científicos, los estudios internacionales… pero todo eso no ha calado en la población, ni siquiera en los responsables políticos, en los educadores, en quienes planifican y dirigen el desarrollo industrial o la producción agrícola…
Mayor Zaragoza señala a este respecto que "la preocupación, surgida recientemente, por la preservación de nuestro planeta es indicio de una auténtica revolución de las mentalidades: aparecida en apenas una o dos generaciones, esta metamorfosis cultural, científica y social rompe con una larga tradición de indiferencia, por no decir de hostilidad".
Ahora bien, no se trata de ver al desarrollo y al medio ambiente como contradictorios (el primero "agrediendo" al segundo y éste "limitando" al primero) sino de reconocer que están estrechamente vinculados, que la economía y el medio ambiente no pueden tratarse por separado. Después de la revolución copernicana que vino a unificar Cielo y Tierra, después de la Teoría de la Evolución, que estableció el puente entre la especie humana y el resto de los seres vivos… ahora estaríamos asistiendo a la integración ambiente-desarrollo (Vilches y Gil, 2003). Podríamos decir que, sustituyendo a un modelo económico apoyado en el crecimiento a ultranza, el paradigma de economía ecológica o verde que se vislumbra plantea la sostenibilidad de un desarrollo sin crecimiento, ajustando la economía a las exigencias de la ecología y del bienestar social global (Ver crecimiento económico y sostenibilidad).
Son muchos, sin embargo, los que rechazan esa asociación y señalan que el binomio “desarrollo sostenible” constituye un oxímoron, es decir, la unión de dos conceptos contrapuestos, una contradicción en suma, una manipulación de los “desarrollistas”, de los partidarios del crecimiento económico, que pretenden hacer creer en su compatibilidad con la sostenibilidad ecológica (Naredo, 1998; García, 2004; Girault y Sauvé, 2008).
La idea de un desarrollo sostenible, sin embargo, no tiene nada que ver con ese desarrollismo y significa, como señala Maria Novo (2006), “situarse en otra óptica; contemplar las relaciones de la humanidad con la naturaleza desde enfoques distintos”. Se trata de un concepto que parte de la suposición de que puede haber desarrollo, mejora cualitativa o despliegue de potencialidades, sin crecimiento, es decir, sin incremento cuantitativo de la escala física, sin incorporación de mayor cantidad de energía ni de materiales. Con otras palabras: es el crecimiento lo que no puede continuar indefinidamente en un mundo finito, pero sí es posible el desarrollo. Posible y necesario, porque las actuales formas de vida no pueden continuar, deben experimentar cambios cualitativos profundos, tanto para aquéllos (la mayoría) que viven en la precariedad como para el 20% que vive más o menos confortablemente. Y esos cambios cualitativos suponen un desarrollo (no un crecimiento) que será preciso diseñar y orientar adecuadamente.
Precisamente, otra de las críticas que suele hacerse a la definición de la CMMAD es que, si bien se preocupa por las generaciones futuras, no dice nada acerca de las tremendas diferencias que se dan en la actualidad entre quienes viven en un mundo de opulencia y quienes lo hacen en la mayor de las miserias. Es cierto que la expresión “… satisface las necesidades de la generación presente sin comprometer la capacidad de las generaciones futuras para satisfacer sus propias necesidades" puede parecer ambigua al respecto. Pero en la misma página en que se da dicha definición podemos leer: “Aun el restringido concepto de sostenibilidad física implica la preocupación por la igualdad social entre las generaciones, preocupación que debe lógicamente extenderse a la igualdad dentro de cada generación”. E inmediatamente se agrega: “El desarrollo sostenible requiere la satisfacción de las necesidades básicas de todos y extiende a todos la oportunidad de satisfacer sus aspiraciones a una vida mejor”. No hay, pues, olvido de la solidaridad intrageneracional (Ver reducción de la pobreza). Nada justifica, pues, que se califique el concepto de desarrollo sostenible como una nueva mistificación del Norte para continuar alegremente sus prácticas de crecimiento insostenible e insolidario (aunque en la mente de algunos empresarios y políticos anide esta significación) y, en definitiva, no tiene sentido ver la educación para la sostenibilidad, tal como la hemos caracterizado, como contrapuesta a la educación ambiental; al contrario, como afirma María Novo (2009) refiriéndose a esta última, “no podemos dudar de su condición de instrumento insustituible para el desarrollo sostenible”.
Algunos cuestionan la idea misma de sostenibilidad apoyándose en el segundo principio de la termodinámica, que marcaría el inevitable crecimiento de la entropía hacia la muerte térmica del universo. Nada es sostenible ad in eternum, por supuesto… y el Sol se apagará algún día… Pero cuando se advierte contra los actuales procesos de degradación a los que estamos contribuyendo, no hablamos de miles de millones de años sino, desgraciadamente, de unas pocas décadas. Preconizar un desarrollo sostenible es pensar en nuestra generación y en las futuras, en una perspectiva temporal humana de cientos o, a lo sumo, miles de años. Ir más allá sería pura ciencia ficción. Como dice Ramón Folch (1998), “El desarrollo sostenible no es ninguna teoría, y mucho menos una verdad revelada (…), sino la expresión de un deseo razonable, de una necesidad imperiosa: la de avanzar progresando, no la de moverse derrapando”. Hablamos de sostenibilidad “dentro de un orden”, o sea en un período de tiempo lo suficientemente largo como para que sostenerse equivalga a durar aceptablemente y lo bastante acotado como para no perderse en disquisiciones.
Cabe señalar que todas esas críticas al concepto de desarrollo sostenible no representan un serio peligro; más bien, utilizan argumentos que refuerzan la orientación propuesta por la CMMAD y el “Plan de Acción” de Naciones Unidas (Agenda 21) y salen al paso de sus desvirtuaciones. El autentico peligro reside en la acción de quienes siguen actuando como si el medio pudiera soportarlo todo… que son, hoy por hoy, la inmensa mayoría de los ciudadanos y responsables políticos. No se explican de otra forma las reticencias para, por ejemplo, aplicar acuerdos tan modestos como el de Kioto para evitar el incremento del efecto invernadero. Ello hace necesario que nos impliquemos decididamente en esta batalla para contribuir a la emergencia de una nueva mentalidad, una nueva forma de enfocar nuestra relación con el resto de la naturaleza. Como señala Sachs (2008, p.120), “tendremos que apreciar con urgencia que los desafíos ecológicos no se resolverán por sí solos ni de forma espontánea (…) la sostenibilidad debe ser una elección, la elección de una sociedad global que es previsora y actúa con una inusual armonía”.
Se hace necesario, a este respecto, precisar el alcance que damos a esta elección por la sostenibilidad. De hecho se distingue entre sostenibilidad débil y sostenibilidad fuerte (también denominada profunda o radical). La primera considera que el capital natural puede ser sustituido por capital humano, fruto del desarrollo tecnocientífico, con tal de que el nivel total permanezca constante; el criterio de sostenibilidad fuerte, en cambio, toma en consideración la existencia de un capital natural crítico que no puede sustituirse por el humano. Este capital natural crítico puede definirse entonces como capital natural que es responsable de funciones medioambientales esenciales y que no puede sustituirse por capital humano. Naturalmente, en ocasiones resulta difícil determinar hasta qué punto la capacidad de dar lugar a los flujos de bienes y/o servicios de determinado capital natural puede ser sustituido por capital humano. Pero eso mismo obliga a aplicar el principio de precaución y a conservar y proteger dicho capital natural como crítico mientras no haya plenas garantías de su posible sustitución por capital humano. Se trata, pues, de optar por la sostenibilidad fuerte.
Sería iluso, en definitiva, pensar que el logro de sociedades sostenibles es una tarea simple. Se precisan cambios profundos que explican el uso de expresiones como “revolución energética”, “revolución del cambio climático”, etc. Mayor Zaragoza (2000) insiste en la necesidad de una profunda revolución cultural y la ONG Greenpeace ha acuñado la expresión [r]evolución por la sostenibilidad, que muestra acertadamente la necesidad de unir los conceptos de revolución y evolución: revolución para señalar la necesidad de cambio profundo, radical, en nuestras formas de vida y organización social; evolución para puntualizar que no se puede esperar tal cambio como fruto de una acción concreta, más o menos acotada en el tiempo.
Dicha [r]evolución por un futuro sostenible exige de todos los actores sociales romper con:
  •  planteamientos puramente locales y a corto plazo, porque los problemas sólo tienen solución si se tiene en cuenta su dimensión glocal (a la vez local y global);
  •  la indiferencia hacia un ambiente considerado inmutable, insensible a nuestras “pequeñas” acciones; esto es algo que podía considerarse válido mientras los seres humanos éramos unos pocos millones, pero ha dejado de serlo con más de 6500 millones;
  •  la ignorancia de la propia responsabilidad: por el contrario, lo que cada cual hace –o deja de hacer- como consumidor, profesional y ciudadano tiene importancia;
  •  la búsqueda de soluciones que perjudiquen a otros: hoy ha dejado de ser posible labrar un futuro para “los nuestros” a costa de otros; los desequilibrios no son sostenibles.
Por esa razón, Naciones Unidas, frente a la gravedad y urgencia de los problemas a los que se enfrenta hoy la humanidad, ha instituido una Década de la Educación para un futuro sostenible (2005–2014), designando a UNESCO como órgano responsable de su promoción y encareciendo a todos los educadores a asumir un compromiso para que toda la educación, tanto formal (desde la escuela primaria a la universidad) como informal (museos, medios de comunicación...), preste sistemáticamente atención a la situación del mundo, con el fin de fomentar actitudes y comportamientos favorables para el logro de un desarrollo sostenible (Gil Pérez et al., 2006).
Los distintos Temas de Acción Clave, que pueden consultarse en esta misma web, abordan, apoyándose en una cuidada selección bibliográfica, el conjunto de problemas que caracterizan la actual situación de emergencia planetaria, sus causas y las medidas necesarias y posibles para hacerles frente. El estudio de cada uno de estos aspectos permite constatar la estrecha vinculación del conjunto (Worldwatch Institute, 1984- 2011; Vilches y Gil, 2003; Diamond, 2005; Duarte, 2006). La figura 1 intenta plasmar esta vinculación, es decir, el carácter sistémico de la problemática de la sostenibilidad, que obliga a un tratamiento conjunto de los problemas mediante medidas tecnocientíficas, educativas y políticas, también estrechamente asociadas.
Como expresión de esta visión holística y con objeto de concienciar sobre los retos para preservar el planeta, sus recursos naturales y, muy en particular, la diversidad de formas de vida y de culturas, se celebra cada 22 de abril el Día de la Tierra.

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